Drama crudo y arcano protagonizado por Isabel, joven bella llena de resentimiento contra todo lo que la rodea, quien teniendo la vida resuelta y holgada por su matrimonio, cae en el sinsentido de enviciarse en unas relaciones lascivas y viciosas, llenas de sexo desquiciado, alcohol y droga. A partir de ahí, nada detendrá su caída, peldaño a peldaño, hacia el infierno; despreciará a los suyos, hijos incluidos; caerá en la molicie y la desidia; convertirá la busca de droga en el objeto de su vida y llegará a vender su cuerpo por desenfreno, indolencia e inquina hacia su entorno.
Diversos y curiosos personajes acompañan a Isabel: su padre, Antonio, machista, miserable y tirano, que sojuzga y esclaviza a su familia; don Casto, sacerdote nada ejemplar; Víctor, jefe de Isabel, que la domina y tiraniza; Israel, camello y quinqui con quien ella trapichea; Andrea, simpática compañera de trabajo, toda ampulosidad carnal; Aguedita, otra compañera, aunque esta tonta del haba, que se muere por cualquier varón; Miguel, esposo de Isabel, sufridor del desquiciamiento de su esposa; Rosendo, beato protervo en su esterilidad; Aurelio, ex presidiario salado rápido tirando de chaira; Eva María Elsa del Espíritu Santo, simpática puta al punto que ejerce en el paseo de Camoens; Laura, toda candor, y Josefina servil en su humildad, don Marcos varón engreído; Puri empleada oronda, y Curro, Alfonsa, Eloy, Ceci, El Novamás, El Lejía… Todos ellos acompañan a Isabel en el derrumbe de sus valores y en su destrucción moral, bien incitándola a despeñarse, o aprovechándose de ella, o tratando de evitar su caída.
Todo aquel fragor de la naturaleza y el escandaloso zafarrancho de combate del cielo se contemplaba desde la celosía de las ventanas del cuarto de Miguel Sierra Cuenca, en una casa de vecinos del humilde y jaranero Puente de Vallecas. Desde la cocina del hogar llegaba, hasta la sala, el tufillo a malta en ebullición, sustitutivo humilde y proletario del café. Miguel Sierra Cuenca, mozalbete aún impúber, cara diáfana y pelo encrespado, mientras hacía los deberes escolares contemplaba cómo su madre se atareaba obsesa en las faenas del hogar, y quien, sin dejar de canturrear, se atosigaba a sí misma, metiéndose prisa, quejosa y malhumorada, los indómitos cabellos del flequillo desmadejados sobre la cara sudorosa, hebras que, sin abandonar su tarea, soplaba, cada poco, mandándolas a lo alto, para, de inmediato, sentirlas caer de nuevo sobre su rostro sudoroso.
El cielo llevaba media tarde encrespado, amenazaba tormenta entre bufidos y graves matracas de truenos; negras nubes gruñían y se constreñían dispuestas a guerrear. De vez en cuando, a lo lejos, se iluminaba con relámpagos fugaces que precedían a retumbos de bidones vacíos. Bandadas de golondrinas, indiferentes a tanta aparatosidad, planeaban increíbles a ras de los tejados, trazando asombrosos arabescos tras los mosquitos, en tanto que otras se atareaban acarreando picotazos de barro hasta los bajos de los aleros, donde, con primor artesanal, reparaban los nidos del año anterior.
Alfonsa Cuenca Díaz, madre de Miguel, tenía el hábito consolador de protestar por todo, y contra todo lo que la rodeaba, mientras, resignada —o quizá, amoldada y domada—, permitía que su existencia de esclava hogareña continuase a su aire, sin mover un dedo para solucionarla, o al menos, encarrilarla a su gusto. De la mañana a la noche, desde que se levantaba hasta que caía rendida en la cama, despotricaba llena de acritud contra el universo entero, quejándose de su vida mísera, siempre lava que te lava, friega que te friega, plancha que te plancha, pero, eso sí, con la radio con el volumen a todo trapo —un aparato a válvulas que reinaba en una repisa con sus falditas de cretona— sin dejar de emitir a todas horas seriales, concursos y las innumerables novelas, programas que para ella eran sagrados. La madre, tirada de rodillas, fregaba el suelo de madera cruda y baldosas bailantes, usando un cepillo de raíces y asperón, o planchaba la ropa de la familia, ayudada de pesadas planchas huecas de hierro a las que atiborraba el vientre con candentes ascuas del fogón, o repasaba un interminable y enorme cesto de ropa, la cual recosía, hilvanaba, zurcía y remendaba, o bien daba la vuelta a chaquetones y abrigos rozados y descoloridos, para que durasen una temporada más, o sacaba los bajos de unos pantalones para que los aprovechase el hijo siguiente en el escalafón. Desde que se levantaba empezaba su malhumorado bregar: despertaba al resto de la familia, preparaba desayunos, calentaba agua para que los varones se afeitasen, haciéndolo todo refunfuñando en voz baja, despotricando de lo divino y humano, porque era temprano o se hacía tarde. De día o de noche, comentándoselo todo a sí misma, o preguntándose y contestándose, dándose o quitándose la razón según su modesto entender, saber y gobierno, declamaba letanías sobre lo harta que estaba de todo y de todos, y rezongaba que era una esclava, que no había derecho, que no tienen consideración de una, todo me toca a mí, a la tonta del bote, a la mema de turno, pero «¡Ojito, chitón! Esto se va a acabar. Aquí se va a enterar todo quisque de lo que vale un peine. ¿Qué os habéis creído, o qué os habéis pensado? El día menos pensado cojo el petate y me largo, os mando a hacer puñetas, y ahí os quedáis todos, a ver cómo os las apañáis sin mí». Así, entablando constantes trifulcas mentales con su subconsciente, la madre de Miguel Sierra pasaba el día tan ricamente.
A la luz del sol vespertino que se colaba sesgado y desgajado a través de la persiana verde, y caía sobre el suelo de viejas y gastadas ripias, hasta Miguel llegaba la esencia del sustituto de café que gorgoteaba hirviendo en el fogón. El chaval observaba a su madre, mirándola de soslayo, enterneciéndose con las cuitas maternas, pero sin dejar de reprochar tanta queja pazguata. El chico escuchaba, y distraído por las cantinelas maternas, los gimoteos de la radionovela, y al monótono arrastrar de chancletas del piso superior, le resultaba imposible concentrarse en los deberes. De vez en cuando levantaba la vista del cuaderno y contemplaba cómo las mechas de cabello entrecano y ceniciento se despeñaban por la cara de su progenitora, en desordenada y rebelde cascada, formando desgreñadas guedejas que la obligaban a soplarlas y resoplarlas, o a repeinarlas de continuo con los callosos dedos que, horquillados, usaba como peineta. El crío (catorce años al caer), observándola en su bregar, se dolía o sonreía divertido si la tarde tocaba de lamentos.
La casa de Miguel era humilde y estaba situada en el corazón del barrio. Los bajos de la calle de la casa se ocupaban con locales comerciales: una taberna especializada en vermú de grifo y pinchos de boquerones y pepinillos en vinagre; una churrería-buñolería-chocolatería que abría a las seis de la mañana, y que aromatizaba que alimentaba; una freiduría de gallinejas y entresijos cuyo olor a fritanga se desparramaba a varias manzanas alrededor; una chamarilería que compraba de todo al peso: papel, cartón, metal, cobre, plomo de tuberías, etc.; una alpargatería que, como complemento, cambiaba tebeos y novelas y, por último, medianera con la casa de al lado, una mercería en la que una señorita, sentada ante el escaparate, cogía puntos a las medias, ayudándose de un flexo, una maquinita con aguja y un vaso donde embutía la media a reparar.
El padre de Miguel, Eloy Sierra Campos, señor Eloy para los vecinos. Los hermanos de Miguel, eran, por orden de mayor a menor: Fidel, que emigró a Suiza, donde se uniría con la patrona de la casa donde pernoctaba y tendría con ella dos hijos hispano-suizos; seguía Fernando, pelirrojo y pecoso, que se las buscaba en Barcelona trabajando de camarero; después venía Mari, la hermana mayor, la más mujerona de todas las hermanas, quien merced a sus espectaculares atributos femeninos desposó con fortuna, su esposo, Edelmiro, era el fontanero del barrio; seguía Socorro, que se casó con Pepe, un tranviario de la línea siete, Nuevos Ministerios-Chamartín de la Rosa; y continuaba Sebastián, el más apuesto de los hermanos, que dentro de unos años tomaría la carrera militar y haría una ventajosa boda con Belinda, la hija de los casqueros; por último, quedaba Belén, la pequeña, que en breves años se casaría con Manolo, un talabartero de Salamanca especializado en botos camperos, zahones y bolsos, quien, además de llenarla de hijos, la enseñaría a trabajar el cuero; por último, quedaba Miguel, el menor, estudiante. La familia tenía una coincidencia a resaltar, quizá producto de la genética, y es que todos, varones y hembras se casarían, invariablemente, a toda prisa, por quedar ellas embarazadas, o ellos haber dejado en similar estado a sus parejas. En aquella familia, cumplir estos cánones era una norma de obligado cumplimiento.
Miguel era un chico ingenuo, buena persona, y esos valores en el Puente de Vallecas más que valías, resultaban entorpecimientos. En unas fechas, en su colegio, por una baladronada infantil, se vería inmerso en una trastada que le acarrearía la expulsión del centro, situación que él resolvería solo, dando la medida de cómo sería como persona el día de mañana. Ocurrió que...
Las personas se mueven de un lado a otro sin reparar en su presencia, en medio de la plaza de Callao.
—Lo siento, ya sabes que eso podía llegar a pasar. Te dije que te fueras haciendo a la idea. —Una lágrima comenzó a brotar del ojo de Eva extendiendo cada vez más el color negro del rímel por sus enrojecidas mejillas. La secó rápidamente con la mano libre, mientras que buscaba en su bolsillo aquel pañuelo de papel que siempre tenía preparado para las emergencias—. Puedes pasarte cuando quieras a por tus cosas, si quieres mañana sobre la una. El resto de los despedidos no tiene ni idea. ¡Tengo que colgarte, me parece que me ha pillado Ramón!
—Adiós Cristina, y gracias por todo —colgó su teléfono.
Eva se sentía impotente, incapaz de asimilar la situación que estaba viviendo. Se colocó el bolso en el hombro contrario y se acercó a una cafetería cercana. Pidió un café para llevar y se sentó en uno de los nuevos bancos individuales que había instalado recientemente el Ayuntamiento de Madrid. «Por una vez veo algo de mis malditos impuestos materializado, aunque poco voy a ver ya» se dijo con rabia.
Dio dos largos tragos a aquel café con el punto justo de amargura mientras cerraba los ojos y notaba cómo el aterido viento del invierno se conjugaba con los rayos de sol del medio día. En su rostro aún no se materializaba la desesperación de una chica de treinta y dos años que se acababa de quedar sin empleo. Una más de los tantísimos millones. Apuró los últimos sorbos del abrasador café y tiró el vaso de cartón al contenedor mientras discurría lentamente por la calle Preciados dirección a Sol.
Se adentró en la estación de Metro de Sol y una bofetada de calor la obligó a aflojar rápidamente la bufanda de lana que le había hecho su vecina del cuarto, una señora mayor viuda que no hacía más que vestir a toda la comunidad de vecinos con lana y ganchillo.
El aviso sonoro del inminente cierre de puertas del vagón hizo que Eva acelerara al máximo su paso a pesar de ir cargada con su pesado bolso y abrigada hasta las orejas. Finalmente, consiguió entrar a tiempo.
Cuando viajaba en el metro le gustaba imaginar hacia dónde iba la gente, de dónde venía y cuáles serían sus inquietudes en aquel preciso momento. Había de todo, desde caras largas y amargadas, hasta risueños soñadores con sus auriculares puestos. Contemplar a los viajeros la despejaba, la evadía de una realidad que odiaba cada vez con más intensidad.
Se apartó un mechón rubio de su alborotada melena y se limpió las gafas rojas empañadas completamente por el vaho consecuencia de la diferencia de temperatura. Lo hizo con cuidado, en su mano izquierda todavía llevaba la muñequera que el traumatólogo le había impuesto después de la rehabilitación, el hueso aún no había soldado del todo.
La puerta del portal se había vuelto a atrancar, una vez más, y tuvo que llamar a Socorro, y pensó que en vez de abrirle a través del portero automático, le lanzaría una escalera de ganchillo hasta su ventana. Finalmente, la anciana le abrió sin problema, normalmente a Eva nunca se le olvidaba la llave del portal.
Una vez en casa, lanzó el bolso contra el sofá, sin importarle que en su interior tuviera aquella tablet para la...
Gabriel Rodríguez de las Heras colaboró en su juventud con varias publicaciones literarias, pero no fue hasta cumplir los sesenta cuando se dedicó a escribir en serio, principalmente narrativa en formato de novela y cuento, aunque haya hecho sus pinitos en ensayos.
De sus trabajos —una veintena larga de manuscritos— ha sido imprimida La miel y la hiel, que va por la segunda edición. Con esta publicación ve la luz Peldaños al infierno, y está próxima a entrar en imprenta El desquite de Crispín Trabuco. Tres obras totalmente dispares: la primera es un drama rural de los años treinta, la segunda narra una tragedia amoral que se desarrolla en el medio urbano, y la tercera es una tragicomedia con sentido de humor sutil.
drama crudo y arcano protagonizado por Isabel,
joven bella llena de resentimiento contra todo lo que la rodea
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